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Región Lacio

Un día, mientras la vestal Rea Silvia dormía a la orilla del río Tíber, el Dios Marte se aprovechó de ella. Nacieron dos gemelos, Rómulo y Remo, que fueron criados por una mujer de pésimas costumbres pero de buen corazón, Acca Laurentia, llamada la Loba. Al crecer, los dos gemelos subieron al cerro más ventilado, el Palatino, y decidieron construir una ciudad solo para ellos, jurando matar a quien franqueara el muro que demarcaba su confín. Remo lo franqueó, y Rómulo lo mató: era el 21 de abril del año 753 a.C. Siete siglos después, desde ese mismo cerro Augusto contemplaría la nueva Roma: la imperial. Aquella que todavía hoy en día se respira al pasear entre las románticas ruinas del Foro, corazón del imperio romano: aquí, hace 2000 años, paseaba Lollia Pollinia luciendo un millón de euros en joyas; muy cerca de allí se encuentra el gigantesco anillo en mármol y travertino del Coliseo, con su belleza inmortal: una arena para juegos espectaculares de animales y gladiadores en dónde, en tres minutos, 70.000 espectadores podían encontrar o abandonar su puesto.
Como en el pasado, Roma es una ciudad para vivir al aire libre: en sus plazas monumentales, como la espectacular plaza Navona; en sus mercados pintorescos, como el de Campo de las Flores, o como el mercado ruidoso de los domingos, el de Porta Portese; y en sus barrios característicos como el de Trastévere, cuyo encanto radica en la arquitectura “pobre” de sus casas y en el dédalo de callejuelas que rodean la plaza: en el barrio y en sus “trattorie”, las famosas hosterías, se puede revivir la atmósfera de una vieja Roma alegre y fiestera, sobre todo en verano.
Para pasear y admirar Roma desde lo alto, el mejor lugar es el Gianicolo: allí iban los antiguos romanos, los románticos viajeros del Setecientos y los poetas y los escritores del ‘800 en busca de inspiración. Y todavía hoy en día unos florecientes jardines enmarcan las suntuosas villas de una Roma Pontificia, que conservan en su interior el esplendor del pasado: desde Villa Doria Pamphili hasta Villa Médici y Villa Torlonia, sin olvidar la más hermosa de todas, Villa Borghese: el corazón verde de Roma. Un corazón que late también para el pueblo, ya que desde 1903 se volvió parque público. En su Galería se conservan valiosas pinturas, entre las cuales seis maravillas de Caravaggio; para la escultura, la Galería Borghese es el reino de Bernini, el artista con la mirada febril, autor del barroco más espléndido y triunfal de Roma.
El fin, quizás haya quien pueda no enamorarse de Roma, pero nadie se libra de su encanto, ni siquiera quienes creen conocerla perfectamente. Ese encanto que se mantiene inalterado en una de las calles más antiguas del mundo, la vía Appia: por aquí corrían las bigas y marchaban los soldados romanos a la conquista del imperio.
Roma no es sólo la ciudad de Miguel Ángel, el artista solitario que a la luz de la vela, acurrucado sobre un andamio de 20 metros de altura, pintó los hermosos condenados de la Capilla Sixtina; es también la de Caravaggio. Lo llamaban el “pintor maldito”, pero en todo caso le gustó al poderoso cardenal Francisco del Monte, quien le ordenó las pinturas que se ven en la iglesia de San Luis de los Franceses; pero la Curia no le perdonó el hecho de pintar a los santos como gente del pueblo, con los pies sucios, entre claroscuros que más que el paraíso, recordaban las hosterías.
Roma es la ciudad más elegante del mundo: hoy en día, durante los desfiles de modas, las modelos de los grandes modistos europeos bajan por la escalinata de la plaza de España balanceándose en forma maliciosa bajo la luz de los reflectores, mientras que en primavera la escalinata se cubre toda de azaleas rosadas.
Por otra parte la majestuosa columnata de la plaza San Pedro abre sus brazos, junto con la muchedumbre de santos mártires que la dominan, para acoger a quienes tienen el corazón lleno de fe, pero también a quienes no lo tienen.
En los alrededores de Roma hay mar, lagos y cerros: las tumbas de los misteriosos etruscos en Tarquinia, villas de emperadores y papas en Tivoli, Frascati y Castelgandolfo, un bosque sagrado lleno de monstruos en Bomarzo; para ver el mar hay que ir a Fregene o a Ostia. Y si bien es cierto que todas las calles llevan a Roma, las mismas pueden seguir hacia Viterbo, en donde se admira el bellísimo Palacio de los Papas y su hermosa logia con fachada gótica; Sperlonga, con su barrio viejo; la fascinante isla de Ponza; y también Fiuggi, con sus termas, o las bellísimas Velletri, Terracina y Gaeta. Y nadie puede abandonar esta región sin haber comido un plato de bucatini all’amatriciana, de pajata o de coda alla vaccinara, acompañados, naturalmente, por un buen vino de los Castillos.

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